7 ago 2014

AMBLAYO.PROVINCIA DE SALTA

                                                      AMBLAYO 

DESCRIPCIÓN ESCRITA POR GUILLERMO ZUVIRÍA.

 Casi un páramo , con la sequedad desértica propia de la Puna de Atacama, es la primera percepción que flota en el aire mientras la RAV de Niki baja envuelta en una nube de polvo desde la altiplanicie de la Piedra del Molino, a 3475 msnm, hacia una colorida hollada donde se esconde Amblayo, allá abajo, entre el silencio y el viento de los Valles. 
Un escaso caserío de paredes de adobe enclavado entre las sierras que llevan su nombre, y la quebrada del río Calchaquí que deposita sus aguas en el dique Cabra-Corral.
Muchas veces, cuando regresando de Cachi terminaba de discurrir por  la larga y desolada Recta de Tin-Tin, observaba intrigado y receloso ese camino angosto que se nos unía viniendo de la nada,
con un letrerito blanco medio despintado y chueco que decía, casi como pidiendo disculpas: “Amblayo”. 
Sólo una huella de tierra  que desaparecía lejos, entre  inmensas ondulaciones cubiertas de un pasto duro, bajo, y medio amarillo, todo del mismo color.
 Nunca logré largarme como explorador solitario y aventurero para ver donde iba a parar siguiendo ese camino, pero tantos años después, hoy acompañado por Sonia, Alex su marido, y Niki, decidimos incursionar tras los horizontes perdidos de los valles salteños. Los dos primeros habían llegado de Bs As para pasar unos días de vacaciones entre nosotros, montados en una Subaru de tracción integral, pero para estas carreteras inciertas y buscando una mayor comodidad y amplitud para nosotros, resolvimos treparnos en la rural de Niki y dejar la “integral” atada en el palenque de las Pircas, sólo para la locomoción urbana.
Llegados a la Piedra del Molino, Alex prendió su GPS como curiosidad, y poder ver adonde nos mandaba este instrumento, último adelanto de la tecnología humana, y por supuesto que allí donde podrías necesitarlo, ¡no funciona!
Amblayo no aparecía en ningún mapa, el GPS nos marcó sólo la continuación de un kilómetro más adelante de donde nos encontrábamos y luego desapareció todo registro de civilización en la pantalla; pero el camino de tierra seguía adelante nuestro, austero y pedregoso, y nosotros montados en él.
Según el aparato estábamos ¡cayendo hacia la nada! o en un agujero negro del universo insondable.
Pero aparecimos luego, después de andar un buen rato, encima de un valle de formas suaves que se extendía delante nuestro por unos veinte kilómetros; estábamos en las nacientes del río Amblayo, y bajamos hasta el fondo de esa gran hollada donde una muralla rocosa, colorida y simétrica, corría a nuestra derecha a lo largo de unos diez kilómetros del recorrido. 
Próximos al camino real, recto y ondulado, se veían los restos de corrales de piedras y otras construcciones indígenas abatidas ya por el abandono en que cayeron durante muchísimos años, pero ellas muestran que este valle habría sido como un Shopping indígena de aquellas épocas: un centro nutridamente poblado y rico en producción, negocios, y trueques, un mercado de concentración; aunque ahora no se ve un solo árbol ni cactus a la redonda.
 En el camino encontramos solo unos pocos ranchos, siempre con sus pantallas para captar la energía solar permanente en el valle, porque no llueve jamás y el sol alumbra sin tregua desde un cielo diáfano, azul profundo y transparente; también es el único medio de alimentación eléctrica en muchos kilómetros a la redonda.
Observando cerca de un rancho una majadita de cabras que pastaba tranquila bajo la atenta mirada de su pastora, resolvimos hacer un alto y acercarnos en búsqueda de los famosos quesos de cabra de Amblayo.
Estas majadas componen el escaso patrimonio económico de los pobladores.
Alguno me podrá decir que ¡no le gusta el queso de cabra! que tiene un gusto más fuerte, o que tiene olor a corral de ovejas; pero sé por eso que ¡nunca probó los quesos de Amblayo! 
Estos tienen, como decía en sus versos Juan Carlos Dávalos:
                                     ¡olor de pastos maduros!
                                     ¡olor de abril por los cerros!
                                     ¡Que multitud de recuerdos
                                     en este olor me han venido,
                                     de otros días más risueños!
En ningún lugar encontraríamos un letrero que nos señalara la existencia de un almacén, por lo que nuestro diálogo siempre comenzaba golpeando las manos para llamar a alguno de sus moradores y contarles que andábamos buscando los famosos quesos del lugar, aunque Sonia sin poder desprenderse acá de los adelantos del progreso de la ciudad, insistía en buscar un timbre entre los rústicos adobes en la pared de los ranchos. 
Y así conseguimos hacernos de sabrosos ejemplares de los famosos quesos, que los guardamos con gran primor. 
Más tarde descubrimos un coya que andaba caminando sólo, cerca de su casa, resolvimos lanzarnos a su encuentro para entablar un diálogo que nos condujera hasta quién fabricaba los quesos que buscábamos antes de que su inveterada timidez lo hiciera poner los pies en polvorosa y escurrírsenos, para desaparecer confundido en el ambiente que lo rodeaba, todo del mismo color de su ropa, y así poder alejarse de la curiosidad insaciable de los forasteros que estaban llegando al lugar.
Habitualmente resulta difícil encontrarlos a tiro para conversar con ellos, así que allí entablamos un urgente diálogo:
-¡Buen día! andamos buscando donde comprar unos quesos de cabra! -le dije a uno que descubrí trepado arriba de un andamio, y que por ello no podía disparar sin correr serios riesgos de romperse el alma de un golpe.
-¡Quesos nooo! Tal vez más adelante encuentren.- me dijo desde arriba, mirándome como pájaro. (Y luego, después de un rato de silencio que hicimos esperando que arranque nuevamente, nos dijo) -¿Cuántos quiere llevar?
-¡Pocos, uno o dos no más!
-Tengo que llevar mañana para entregar en la ciudad. (Salta) ¡Pero le voy hacer un aparte!-
 Y se tiró desde el alto andamio que lo sostenía con la agilidad de un mono, y al poco rato ya una mujer nos entregaba dos riquísimos quesos de cabra, cremosos, suaves y helados como conservados en un freezer del Patio Bulrrich, pero ellos sólo lo guardan en uno de los cuartos de su rústica casa, que se defiende del frío y el viento constante con puertas de madera de cardón, de cien agujeros cada una.
Afuera de la casa, siendo ya mediodía, seguía congelada el agua que había quedado en un balde, a la intemperie, la noche anterior; mientras un  vientito liviano y frío como el hielo se nos metía a través de la ropa, para hacernos olvidar que teníamos un día de cielo diáfano y y sol pleno.                                                                                                  Ya en el poblado, averiguando, fuimos a recalar en el comedor de doña Collar que venía caminando por la calle; porque aquí, por la calle, caminan todos, ya que a las veredas cada frentista le da el alto que quiere, y alguno le pone techo y hace allí una galería para tomar fresco en el verano. 
Entonces caminar por ellas se transforma en un circuito de escaleras que suben y bajan hasta dejarte con la lengua afuera.
La propietaria puso unas sillas de plástico en su vereda, y allí sentados nos comimos unas empanadas bastante buenas y condimentadas con una rica salsa picante que nos hizo pasar el frío al poco rato, pero sumadas al efecto de la puna que se me anunciaba con un suave dolor de cabeza, y a las hojas de coca que rumiaba como chivo, me llevó la  presión a las nubes también en poco rato. 
Menos mal que emprendimos el regreso sin mayor recreo, ya que esto es lo único que te hace zafar de aquel efecto, y por suerte no era yo quien debía manejar la chata.
Viendo en una de las paredes del comedor varias puntas de flechas expuestas en una bolsita de plástico, le pregunté a doña Collar cómo habían llegado estas a su poder: -Aquí uno encuentra muchas puntas de flechas de los indios que vivían en la zona- me dijo. -¡Antes nadie quería ser indio!, pero como ahora le dan un subsidio, todos se anotan, ¡y hasta hay uno que tiene los ojos verdes!- Yo particularmente creo que aquí no debería tratarse de ojos verde o no; creo que se quedaron corto con el subsidio, pues todos los habitante de Amblayo en mi concepto deberían recibir, no un subsidio sino UN PREMIO; por vivir tan aislados de los centros urbanos
 que todo lo tienen al alcance de la mano; por lograr satisfacer sus necesidades con un esfuerzo y sacrificio sobrehumano (con el sólo hecho de ir y venir a un lugar donde la naturaleza es inhóspita, dura y hostil)
 y por el patriotismo que los mueve para hacer flamear todos los días nuestra Bandera en aquellos confines, educando allí a sus hijos
Enterrando allí a sus difuntos, junto a los “antiguos”, como los llaman los descendientes de los indios.
ESTE ENCANTADOR ESCRITO ME LO ENVIÓ UN AMIGO MUY QUERIDO DE NOMBRE GUILLERMO ZUVIRÍA, QUE VIVE EN SALTA
En una oportunidad le pregunté si podía compartirlo en mi página web,porque me gusta mucho como describe ( logra que uno viaje junto a él , por esos caminos de Dios)
Y estuvo de acuerdo,por lo que acá esta...
A compartir
Como no me mandó fotos del lugar y yo no las tengo , tratare de subir alguna de la web, para " conocer" de esta manera el lugar que él describe de manera tan amena y precisa
Gracias amigo... por compartir
    
         
         

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