HISTORIAS DE
VIDA
Pobre de
aquellos a los que encuentro con ganas de contar!
Las
historias de algunas personas, me dejan perpleja más de una vez.
Sus
historias tan ricas en experiencias, en trabajo, en dedicación, en esfuerzo para salir adelante, son las que
me han movilizado a contarlas en mi blog
Al fin y al cabo,
esta sería una buena manera de que se conozcan y no queden en el anonimato
Muchas veces
con muy pocas posibilidades, con escasa instrucción, pero con mucho afán de evitar
que sus familias pasen necesidades,
ellos llevan adelante una vida dura, difícil
Algunas
veces debieron dejar atrás su patria y comenzar de nuevo en otra, lejana, desconocida
En otros
casos diariamente pelean por llevar el sustento a sus casas, sin sábados,
domingos, ni feriados…” si no se trabaja…
no se come”
En otros
casos es contar la vida tan dura del “paisano” o “gaucho” argentino perdido en
medio de la Pampa o la cordillera
Son vastas,
variadas y algunas de ellas ya las tengo en mí poder
Las tengo
hace tiempo y nunca antes había pensado sobre lo lindo que sería publicarlas
En mi
humilde blog…pero publicarlas
De tantos
lectores que tengo, a alguno le llegará al corazón mi reseña
Simple y
sencilla… así como son las vidas de mis personajes
Personajes reales,
a los que les he cambiado solo los nombres
Y lo he hecho,
porque al momento de escribir sobre ellos, preguntarles sobre sus vidas, no me
di cuenta de pedirles permiso para publicarlas
Por lo que
no me parece correcto hacerlo con nombre y apellido verdadero
Ya tenía
casi lista una de estas historias, cuando desde Salta llega a mis manos un
escrito
Justamente… “
una historia de vida”
La VIDA DE CORNELIO…
Escrita por mi amigo Guillermo
Zuviría, que siempre colabora con
mi blog y que yo agradezco de corazón
Así que con
él y con su historia, comenzaré esta nueva página en mi blog que deseo les
guste y en algunos casos les llegue al corazón… como me ha sucedido a mí
COMENZAMOS…
CORNELIO
Después de una semana de ausentarse de las Pircas,
nuestro peón Guillermo Mamaní, apareció de regreso contándonos que estuvo con
su amigo Cornelio cazando vicuñas, internándose para ello durante cuatro días a
caballo por las elevadas montañas hacia el oeste, donde cazaron sólo una.
A las ONG proteccionistas
de la fauna silvestre se les podrán parar los pelos de punta al leer este comentario, pero
es conveniente hacerles recordar que los pocos pobladores indígenas autóctonos
que nos quedan y que aún viven desperdigados por su hábitat natural, donde
nadie quiere afincarse y desde donde emigran a la ciudad; estuvieron antes que las vicuñas en estos
cerros.
Ellos
convivieron durante siglos en un perfecto equilibrio, el que fue roto sólo
cuando desaprensivos cazadores movidos por la codicia de hacerse con el suave
vellón de las vicuñas, quebraron la armonía que se venía manteniendo
inalterable “desde el principio de la Creación”.
Ahora creo que deberíamos pensar con un poco de
ingenio para recomponer aquella armonía y lograr que nadie pague los platos rotos, en
particular los escasos pobladores de los cerros.
No
estoy tomando una posición a favor ni en contra de las comunidades vernáculas,
las que no son santos de mi devoción por muchísimas razones; sólo estoy describiendo la realidad que los rodea,
allá, perdidos en la inmensidad del paisaje, en la soledad de los macizos
andinos, donde el hilo de la vida, tenso, en precario equilibrio, está en
permanente riesgo de apagarse bajo las inmensas fuerzas de la naturaleza y las
políticas de Estado.
Aquí la naturaleza es una invención milagrosa que
se reproduce impredecible a cada instante.
El indio podrá cazar acá, con maña su vicuña, a
mano, con una trampa, o “cercando la hoyada con hilo punzó” aunque uno no lo pueda creer.
O también utiliza
para cazarlas, cada tanto, como Cornelio, un viejo rifle calibre 22 que ató su
culata con alambre para que siguiera sirviéndole un buen tiempo más.
Así lo tiene guardado en un rincón del rancho,
para protegerse y cazar, mostrándome como un avaro, en la palma de su mano, cada
una de las pocas balas que logró adquirir;
mientras que jamás los proteccionistas podrán intervenir para salvaguardar
la pequeña majadita indígena, del asedio del cóndor o del ataque del puma al
amparo de la noche. Cuando haya que evacuarlo por una picadura de víbora, ¡olvidate!,
porque tenés más de medio día a lomo de mula para llegar a un centro médico. -¡No
siempre llegas vivo!- Para estas cosas tan elementales, el Estado se encuentra
ausente.
En
el afán de acercarnos a ese hábitat, y alejarnos de la rutina diaria de la
ciudad que tanto nos ata a la comodidad y a la blandura de los tiempos,
convenimos con mi hijo Niki emprender una salida a caballo por senderos que van
transitando, primero, por quebradas con playas de pedregosos y cristalinos ríos
que en esta época son tan sólo hilitos de agua escurriéndose entre grandes
piedras, con algunos macizos naturales de pequeñas florecillas silvestres y
calas que ya anuncian la llegada de la primavera, como también grandes ceibos cargados de flores,
que cuelgan en racimos pegados a sus ramas.
Luego, la senda va dejando la selva y se va elevando,
serpenteando junto al precipicio, a más de tres mil m.s.n.m. para alcanzar,
transponiendo los primeros cordones que guardan a Salta por el oeste, la
vivienda de Esteban y Cornelio.
Descendientes
de los antiguos calchaquíes: flacones, sin un kilo de más, pero fuertes por las
exigencias del rudo trabajo diario.
Allí viven en su rancho de paredes de piedra gris y
techos bajos, para evitar que los fuertes vientos de agosto, que zumban por las
quebradas desparramando semillas, los deje sin techo.
Observando una gran zona quemada en un cerro, le preguntamos a Esteban qué
había pasado allí, y nos contó que ellos producían esos incendios para hacer
huir a las víboras de aquellos pastizales, pues las hay en abundancia, poniendo
en peligro a hombres y ganado. Cada paso representa un riesgo oculto que
asecha, y el hombre, ya habituado a correrlos, los minimiza o ignora.
Siete horas montados en el Mameluco y la Perdiz por
estrechas sendas, tapizadas de filosas piedras sueltas, lavadas por el agua que
se encajona y baja como por un canal en temporada de lluvias, nos requirió
llegar hasta su rancho.
Trepando por
escaleras también de piedras íbamos subiendo a los saltos, con gran esfuerzo
para los caballos, llegando al filo de barrancas que era mejor no mirar hacia su
fondo, porque nos daba una sensación de vértigo que yo nunca había
experimentado.
Abajo se veía correr un rio en miniatura, entre
los pajonales próximos, pero después de cuatrocientos o quinientos metros de caída
sin un sólo árbol para agarrarse.
Después de aquellas siete horas montados en la
soledad planetaria, una columna de humo que se escapaba desde la cocina para elevarse a un cielo plomizo, era la única
señal civilizada que nos indicaba la ubicación del rancho al que nos
dirigíamos, y donde nos esperaba Cornelio, mientras que Esteban, con un gran
sombrero negro calado hasta las orejas, parado como un cardón enhiesto en la
media ladera de un cerro, vigilaba apacentando su ganado, que, arisco se
desparramaba en las abruptas pendientes en busca de los mejores pastos
El diálogo con Cornelio, que el pobre es sordo y
mudo, lo realizábamos a través de nuestro peón, guía, e intérprete, que lo
hacía con una fluidez sorprendente para nosotros.
-¿Qué
dice? -le pregunté a Guillermo mientras desensillábamos los caballos al lado de
la casa, y veía que Cornelio le hacía señas y ruidos ininteligibles.
-Pregunta
si ustedes van a venir a la fiesta de la Virgen Santa Rita, Patrona de Chusa.- ¡nunca me imaginé un diálogo más complicado
para expresarlo por señas! por lo que desconfiando le pregunté nuevamente:
-¿Y
cómo dijo: la fiesta de la Virgen Santa Rita, Patrona de Chusa?
-
¡Hizo seña de tocar la caja!
Efectivamente ¡nada más simple! Durante la
fiesta, se festejan y acompañan todos los desplazamientos de la imagen de Santa
Rita, al tañido de la caja y el toque del violín (la caja es un tambor muy
chico que se lo puede tocar con la misma mano con que se la sostiene, para con
la otra mano manejar el caballo).
-Para interpretarlo a Cornelio sólo hay que tener
bastante imaginación, algunos años de convivencia y conocer a fondo las
costumbres ancestrales de los pobladores de los cerros, porque no se ajustan
sus ademanes en lo más mínimo al alfabeto de sordomudos.
No es tarea
para turistas, como tampoco lo es adentrarse en el espíritu calchaquí de los
moradores, cosa que es bastante compleja y requiere de mucho más tiempo.
En
la media ladera del cerro al pié del cual se encontraba nuestro rancho,
escuchamos a la tardecita el ladrido de algunos perros que corrían un animal;
las señas y ruidos que hacía Cornelio nos indicaban que andaban detrás de un puma
o chanchos del monte, con los que habían tenido un encuentro esa mañana. Encuentros
que se dan bastante a menudo al andar pastoreando su ganado, y cuando menos lo
esperan.
Para mí, el efecto de la marcha fue lo
equivalente a una sesión de gimnasia ininterrumpida de siete horas seguidas, (gimnasia
que no hago jamás y en consecuencia quedé molido.
¡A quién se
le puede ocurrir hacer semejante esfuerzo! Tres días después del evento todavía
me estaba recuperando, amén de que al pelarme el trasero con el caballo, llevo
quince días sentándome de costado.
Pero ¡como me complació! después de esa larga
y fría jornada a caballo, tomar un gran jarro de mate cocido, caliente, con un
pan medio duro pero reconfortante como el maná. Nos sentamos sobre unos troncos
alrededor del fuego de la cocina,
llena
de humo hasta un metro del piso, el que se escapaba a través de un agujero en la
pared.
Y así llegó la noche en el campo.
¡la primera noche! No es como uno se imagina
en la ciudad, - una noche en la tranquilidad del campo y con
el aire puro y fresco llenándonos los pulmones-.
La oscuridad comenzó a las ocho de la noche,
lo que me significaba tener por delante once horas seguidas de sueño, envuelto
como un gusano de seda en mi bolsa de dormir y asomando sólo la nariz de ella.
Sin embargo, los perros, que habían quedado
atados cerca de la carpa nuestra, cada tanto toreaban bravos al no poder
perseguir algún animal de hábitos nocturnos que merodeaba la casa.
A períodos regulares chillaba un pájaro
desconocido.
A los caballos, que habíamos soltado en el
mismo predio en que levantamos nuestra carpa, se les ocurrió pastar próximos a nosotros
y voltearon una tranquera que yo había dejado mal cerrada.
No pensaba salir con dos o tres grados bajo
cero ¡por nada del mundo!
Cornelio
munido de una linterna que yo le había regalado la tarde anterior, patrullaba
la zona periódicamente, alumbrándonos la carpa y dejándonos adentro como de día.
A eso de las dos de la mañana cesó todo ruido,
¡llegó la calma y el silencio!…….
Y entonces me vinieron ganas de ir al
baño!!!!! Afuera, a tomar fresco!!!
Recuperé
el calorcito recién a eso de las tres de la mañana, y me dormí.
A las cinco, y como la momia de Tutankamón, ya
no encontraba postura en mi bolsa de dormir de pluma de ganso salvaje -para
trescientos grados bajo cero- como me dijo el vendedor!!!!!!
Me despabilé totalmente.
No hay nada como dormir en el campo…..pero
siempre, después de la segunda noche!!!! (La primera noche deberíamos dormirla
en la ciudad!).
Nosotros esa mañana ya debíamos pegarnos la
vuelta a ¡SALTA!
No me pregunten por qué nos gusta tanto volver
a Salta!