Por los Valles Calchaquíes de Guillermo Zuviría
Mientras en otras ciudades tenemos: el día del libro; la semana
literaria; la feria del libro, y otros galas similares donde muchos concurren a
visitarlas “con empaque augusto de pensador”, acá en Salta, humildemente,
tenemos la llave para inspirar ese trabajo intelectual: tenemos el día del
vino; la semana del vino; el camino del vino; el SPA wine para no quedarnos
fuera del mapa; fisioterapia y terapia con vino; y como si todo eso fuera poco,
cada tanto tenemos con el vino que nos sobra, algunas degustaciones de “vinos
de altura” que a la postre son más sociabilizadoras y divertidas.
Invitado por mi primo Federico Dávalos
dueños de la bodega Tacuil
fuimos a parar a
una degustación de vinos en el Club 20 de Febrero,
donde unas quince o veinte
bodegas presentaban sus vinos de altura más estimados.
En una palabra, teníamos
la posibilidad de probar, y así poder comparar entre sí, unas doscientas
botellas de vino! (Si bien la tarea no era fácil, al final resultaba bastante
divertida, sobre todo al final)
Y
así, munido de la copita que me obsequiaron ceremoniosamente unas niñas al
entrar, acometí con presteza la ardua tarea que me esperaba, entre unas
quinientas personas que armando y desarmando grupos conversaban
entretenidamente en los amplios jardines y salones del Club 20, que a esa hora
ya eran iluminados por espléndidas arañas de innumerables caireles que colgaban
del techo.
Allí me encontré entre otros muchos, con Ramirín y Matías que ya me
llevaban varias cataciones de ventaja.
Yo
logré hallar alguna diferencia entre los vinos de las primeras tres bodega que
visité, luego mi capacidad gustativa fue perdiendo agudeza y ¡se me mezclaron
las cepas! por lo que decidí abandonar el recorrido de bodegas; probé algún
otro Malbec más y me llamé a sosiego tomando agua mineral para poder seguir la
noche, que por suerte también te convidaban.
A medida que avanzaba la hora, la
reunión era más animada; y de las ceremoniosas y protocolares cataciones
paladeando el vino, pasamos a los festivos y espontáneos brindis!
De esta
suerte los parroquianos ya se habían olvidado de sus vencimientos, las cuotas,
las promesas incumplidas y las mil plagas que al pobre vecino de esta antigua ciudad
de Lerma atormentan a diario.
Aunque acá no tengamos secuestros exprés, ni
extorsivos, ni entraderas, ni salideras como en una gran ciudad del planeta. (¡Que
pobreza la nuestra!). De a poco se iban aflojando las tensiones, y huyendo de
lo trágico y solemne flotaba en el ambiente la optimista dicha de vivir, y
ganaba fuerza la trascendencia del individuo.

donde se encuentran desde 1830, las
viñas más antiguas del país.
Y así, antes que comenzara a clarear el
2 de septiembre, ya montados en el nuevo Ford del Puma y con las luces aún
encendidas de la ciudad, dejábamos raudamente los últimos barrios de Salta,
rumbo a Cafayate.
Nuestra intención era desayunar en el camino, pero pasábamos
los poblados y los pobladores dormían a pata suelta a esa hora de la madrugada.
En el pueblo de La Viña recién comenzamos a ver el perfil de los cerros que nos
rodeaban
y en Alemanía algunas crestas de los mismos recibían los primeros
rayos del sol.
A partir de allí, o sea ya con la mitad de camino recorrido, no
nos quedaba un solo bar ni almacén más donde aprovisionarnos de nada,
entrábamos en la soledad de los valles Calchaquíes.
Nuestros cálculos y
entusiasmo, no considerando la ancestral
costumbre de los criollos de dormir hasta bien entrada la mañana, nos hicieron
pasar en ayunas todo el viaje, hasta que llegamos famélicos a desayunar a
Cafayate donde recién se estaban desperezando.
Recuperadas allí las fuerzas nos lanzamos
hacia el pueblo de Molinos.
En San Carlos hicimos una parada forzosa por la
gran simpatía que tengo hacia una de las primeras fundaciones en Salta.
En el
año 1551 es el segundo emplazamiento de la ciudad El Barco, fundado por Juan
Núñez del Prado, y al poco tiempo destruido por los indios, y así en tres
oportunidades, hasta que más tarde quedó firme.
Allí visitamos unos telares y seguimos viaje.
Habiéndosenos acabado el camino pavimentado
y después de cuatro meses sin lluvias íbamos envueltos en una nube de polvo.
Alejándonos
de los adelantos de la civilización, se hacían más patentes los contrastes
entre las subsistencias de los dos mundos.
Rodeados
de inmensos cerros nos metimos “en el ramaje azul de las quebradas, donde el
aire florece majestuoso”, pasando por
Las Flechas y otras formaciones geológicas que le dan ese carácter tan
particular al camino de los valles y a sus vinos.
Y así, después de seis horas de traqueteo
llegamos a la Hacienda de Molinos, que le dio origen al pueblo, donde pudimos
hospedarnos a cuerpo de rey.
FOTO GENTILEZA DE JORGE FRASCA
Pero nuestro viaje siguió incansable por el mismo
camino por el que entró Felipe Varela para invadir Salta en 1867, para ir a
almorzar en Colomé, bodega vecina de Tacuil y que hasta hace poco tiempo atrás
perteneció también a los Dávalos.
Al dueño de Colomé se le ocurrió instalar en
esas soledades, un museo con efectos de luces y sombras de última generación.
Interpreté
la obra como una representación del cielo y el infierno, con la particularidad
que uno se sentía un poco inmerso en los mismos, y hasta nos hicieron sacar los
zapatos para lograr con más justeza algún efecto.
Yo me había llenado los pies
de talco, por lo que el ángel o el diablo le dejó las huellas en todas las
alfombras negras que estaban impecables hasta ese momento.
Tiempo
atrás, los viejos trigales de Colomé, eran protegidos por unas vallistas que boleando
hondas de guato espantaban a pedrada limpia las bandadas de loros y palomas que
desbastaban sus granos, pero hoy extendiéndose los viñedos expertamente cultivados,
producen allí unos de los mejores vinos del país.
Pero no todo se pudo civilizar
y disciplinar en los indómitos valles calchaquíes, puesto que mientras
almorzábamos en un comedor muy paquete con vista a los desérticos cerros, se
abrió un gran ventanal por donde salieron pegando un brinco hacia el campo, dos
chinitas de impecable uniforme de fajina, que ganando los viñedos que nos rodeaban
desaparecieron rumbo a sus ranchos.
Para que no se nos transformara en
una maratón de visitas, y habiendo probado algunos “vinos de altura”, como le
llaman, decidimos regresar a Molinos y
dejar Tacuil para otro viaje.
De regreso a Salta, fuimos a parar a
Seclantás, famosa por sus tejidos y donde un viejo artesano, el Tero Guzmán,
supo hacerle ponchos a dos de nuestros Papas.
Nos recibió la mujer del Tero
quién me dijo:
-Recién
llegamos de alumbrar en el cementerio, y estamos haciendo una tambera guatiada,
por que hoy ¡se cumple un año que se ha ido el Tero!
-¡Y
que le ha pasao! -le dije, imaginándome que se había muerto.
-De
tanto estar ¡tando se ha fallecío!
-Pobre!
Y siguió explicándome lo laborioso del
plato que estaban preparando y que le llevaba un día y una noche de horneado; y
la cantidad de conocidos que esperaba recibir entonces, mientras en el rancho
el trajín temprano de la jornada no daba
respiro a sus moradores, con el barrido de un amplio patio de tierra, abierto
al campo y con viejos árboles por donde
se filtraban las sombras moteadas de sus escasas hojas, el armado de las mesas
y las sillas, y la descarga de los enseres trasladados en una camioneta.
Mientras en esas tareas se encontraba
empeñada y atareada la numerosa prole de todas las edades que componían las tres
o cuatro familias calchaquíes que allí vivían, nosotros silenciosos emprendimos
el último tramo de nuestro viaje de regreso, cargados de tejidos, dulces,
famosos condimentos vallistos y recuerdos.
AGRADECIMIENTO
Es mi deseo agradecer a mi amigo,Guillermo Zuviría que desde Salta,compartió este escrito con nosotros
Me encantan sus relatos y él me ha permitido compartirlos con ustedes
Por ello , un GRACIAS!! muy grande desde este sur Argentino
Mónica
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